jueves, 20 de octubre de 2011

Maldito portátil, parte 3

Tras despedirme de los compañeros y de Alfonsina me dirigí hacia mi casa. De camino dos muchachas me pararon para preguntarme si me podían leer un pasaje de la Biblia. Les dije que no tenía tiempo, pero aún así siguieron insistiendo y fueron detrás de mi un par de calles hasta que les comenté con toda la amabilidad de la que disponía en ese momento que me dejasen en paz, que también era algo muy bíblico.
Estaba tan frustrado que cuando subí a mi piso lancé contra la pared la caja de los objetos que me habían acompañado durante mis estancias en la oficina y se desparramó todo por el salón. Vivía solo y no esperaba visitas, así que me importaba bien poco si todo se quedaba ahí tirado. Pero a los 5 minutos de maldecir a mi jefe, al policía obeso y al maldito ladrón llamaron al timbre. Cerré la puerta que comunicaba la entrada con el salón para que no se viera el desastre y abrí. Era una mujer de unos 35 años. No era excesivamente guapa, pero tenía un brillo especial en sus ojos, algo que hacía que pareciese la persona más agradable del mundo. Con una sonrisa me preguntó si yo era el señor Fernández, a lo que contesté que sí, que qué se le ofrecía. Preguntó también si podía pasar, a lo que me negué por completo, una dama no podía entrar a mi casa a ver el desastre que se había formado, así que nos quedamos hablando en la puerta. Me dijo que ella era Sandra Clos, que trabajaba para la aseguradora en la que estaba inscrito mi tío Octavio y que venía a hablar conmigo de la indemnización por la muerte de este. Me quedé a cuadros, ¿mi tío Octavio había muerto? ¿Cuándo? ¿Y la indemnización estaba a mi nombre? No podía creérmelo, demasiadas cosas en tan poco tiempo. Seguimos hablando y me contó la historia de mi tío. Estaba pescando en el lago que hay cerca de su casa cuando se puso a llover. Intentó regresar a la orilla, pero no le dio tiempo y le cayó un rayo encima. Que trágico, que irreal, ¿no? Pues sí, eso pasó. Después de explicarme todas las formalidades y que yo era el único beneficiario de su póliza, me comentó lo que me tocaba por la indemnización. Una pasta. Joder, es que ya ni me acordaba de que me habían echado del trabajo... Con eso podría vivir toda la vida. Increíble. La invité a tomar algo como agradecimiento por haberme tratado tan bien, y aceptó. Bajamos al bar y tomamos un par de cervezas mientras hablábamos un poco de todo. Cada vez me gustaba más, no sé qué tenía, pero era flipante. Esa voz tan dulce y su imborrable sonrisa. Que gusto daba hablar con ella, hacía tiempo que no conocía a alguien tan agradable.
Cuando se despidió de mi me lancé a besarla, porque sentía que la conocía desde hace meses, cuando en realidad hacía hora y media que había aparecido por mi puerta. Ella se echó hacia atrás y me rechazó, dijo que tenía novio. Vaya chasco, la única tía normal que se había pasado por mi vida en varios meses y resulta que está comprometida. Claramente, no era mi día. Pero bueno, la indemnización por la muerte de mi tío (aunque fuera un asunto realmente triste...) compensaba bastante lo del trabajo, lo del robo, lo de Sandra, todo.

Tres o cuatro días después Sandra volvió a mi casa, y me dijo si podía pasar.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Maldito portátil, parte 2

Al acercarme a su mesa me recibió con un seco “siéntese”, a lo que obedecí con un educadísimo “buenos días”, a ver si se le pegaba algo. Pero parece ser que el tipo era así de nacimiento. Tan seco por dentro y tan gordo por fuera, vaya paradojas de la vida. Le conté lo del robo de pe a pa mientras tomaba notas esporádicas y asentía con desgana. Aunque la verdad es que dudo que estuviera escribiendo lo que yo le decía, porque en los momentos en los que tocaba el teclado era en los que yo más detalles innecesarios daba. Lo único que me dijo el muy simpático es que intentarían encontrarlo, pero eso casi nunca ocurría. Vaya consuelo, seguro que ni lo buscaban. La cosa es que el poli gordo me sonaba... Pero pasé de preguntar, llevaba prisa.

Cogí el primer taxi que encontré para volver a la empresa. Mi trabajo era una de las cosas de las que más orgulloso estaba en mi vida. Era jefe de ventas de una prestigiosa internacional que exportaba fabada y otros tantos productos típicos españoles a todo el mundo. Me pasaba la vida de viaje, firmando contratos aquí y allá. Me encantaba mi trabajo.
Nada más entrar por la puerta, Alfonsina (que era la recepcionista) me dijo que el jefe quería verme, y pensé que querría preguntarme por la denuncia del robo.
Subí hasta su oficina confiado de que seguiría de tan buen humor como hacía un par de horas. Pero no fue así. Me preguntó que dónde había ido, que me había estado esperando para presentarme a alguien, supuse que un nuevo becario. Le recordé toda la historia y el tío se hizo el loco. ¿Entonces quién me había dado permiso para irme? ¿Su hermano gemelo malvado? ¿Él mismo estando borracho? Misterios inexplicables. Intenté que mi jefe, el “señor” Miedes (lo digo con esta entonación despectiva, porque de señor no tenía nada), recordara lo acontecido dos horas antes de todas las formas posibles, pero no hubo manera. Después de veinte minutos de charla estúpida me presentó a una tal Arantxa Montesinos, una mujer encantadora. Sí. Era la nueva jefa de ventas. No era posible, ¡ese había sido mi puesto desde hacía cinco años! ¡No me podían echar sin más! Intenté hacer entender a mi jefe que yo no había hecho nada para merecer ese despido, y la única excusa que me dio es que “la señorita Montesinos es licenciada en administración y dirección de empresas, y tiene dos másters”. Fui a recoger las cosas de mi despacho, no sin antes dedicarle un “vete a tomar por culo Miedes, cabrón”, con todo el amor del mundo.
Puso una cara rarísima y me echó a gritos de su despacho, pero eso sí, me quedé como Dios.

viernes, 14 de octubre de 2011

Maldito portátil, parte 1

Nunca sabes lo que vas a encontrar cuando pisas la calle camino al trabajo por la mañana. A mí me acompañaban unos ojos legañosos que se abrían difícilmente, un cabello rebelde que no había tenido la amabilidad de dar “su brazo” a torcer bajo la amenaza del cepillo, y un maletín con mi ordenador portátil. Como decía, nunca sabes lo que ocurrirá cuando pones un pie fuera del portal; podrías encontrar al amor de tu vida, un billete de cien euros, que todo fuera rutinario como normalmente, ver a un enemigo de la infancia convertido en un tío gordo, calvo y desagradable, o que te roben el ordenador.
Sí, me robaron el ordenador. Vaya hijo de puta el ladrón. Intenté correr detrás de él pero se subió a un coche, le estaban esperando. Todos los datos de la empresa a la basura. ¿Qué le iba a decir al jefe? Tendría que empezar el informe en el que estaba trabajando de nuevo. Bueno, el informe y buscar la manera de recuperar todos los datos que tenía... Ahora me arrepiento de no haber guardado todo en un CD, un disco duro... En cualquier parte. Ya nada puedo hacer, así que no me queda otra que pensar en por qué justo a mi, de todas las personas en la ciudad, es a quien le roban el ordenador. Posiblemente era porque me vieron cara de sobao... Menuda cagada. Me dirigí a la oficina para explicarle todo a mi jefe, el cual resultó bastante más comprensivo de lo que esperaba, supongo que tendría un buen día, y aprovechando que estaba de buen humor le pedí que me dejara libres un par de horas para ir a denunciar el robo a comisaría.
Cuando llegué, sentado en una mesa había un poli gordo de esos que parece que se haya comido una caja entera de donuts él solo para almorzar. Se ve que en los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado ya no prima la forma física. Me acerqué a él y le pregunté que dónde tenía que ir para denunciar un robo. Tan amable como delgado era, me contestó que él era el encargado de esos casos pero que por el momento estaba muy ocupado, que me sentase a esperar que pudiera atenderme. Intenté convencerle de que sería un segundo y que tenía prisa por volver al trabajo pero el muy tocino me ignoró, y me instó a sentarme en una diminuta sala de espera rodeado de gente con unas pintas muy raras. Había una chica de veintimuchos vestida con una minifalda, un top lleno de lentejuelas y unas botas que le llegaban por encima de las rodillas con unos tacones enormes, por cierto. Era guapa, pero llevaba demasiado maquillaje. Parecía una... Oh... Vale... Esto... Bueno, también había una señora de mediana edad con cara de pocos amigos a la que por lo que pude escuchar habían llamado para ir a buscar a su hijo que estaba en el calabozo, y un hombre anciano que afirmaba fervientemente que su vecina del primero le había robado la dentadura postiza cuando subió a por sal. Ya ves tú que disparate, ¿para qué querría la dentadura una tía de 40 años? ¿Para venderla en el mercado negro? Como le gusta a la gente mayor tocar los cojones, seguramente la había dejado en la cocina o en el cuarto de baño y ni se había dignado a buscarla como es debido.
A todo esto, la sala en la que estábamos era un señor cuchitril. Cinco sillas de lo más incómodo que te podrías echar a la cara y una mesa de café que sólo servía para apoyar los pies, porque no había ni una sola revista para amenizar la espera en plan consulta del dentista cuando vas a hacerte una endodoncia. Así que me puse a jugar al tetris en mi móvil pero no fue un pasatiempo muy duradero... Porque se me acabó la batería a los dos minutos ¡Maldita sea! No era mi día... Por suerte me avisaron en seguida de que el poli rollizo me atendería.